UNA CAPA ESPAÑOLA - JUAN MANUEL DE PRADA XLSEMANAL Nº 1046

Y pasaron los años. Completé el bachillerato y me fui a Salamanca a estudiar leyes. Mi abuelo era ya casi nonagenario, pero conservaba el vigor adusto de los hombres que han sobrevivido a las guerras, a las penurias, a la viudez, a la tumultuosa y áspera vida; su andar cada vez era más torpe, su abrigo cada vez más deslucido, pero su promesa se mantenía incólume. Incluso la formulaba con un tonillo cada vez más gozoso, a medida que avistaba con mayor nitidez el final de mi licenciatura; a veces, mientras paseábamos en mitad del crudo invierno, nos cruzábamos en la calle con algún hidalgo local embozado en su capa y mi abuelo, señalándolo sin recato, murmuraba socarrón: «Tú la llevarás con más garbo». Comprendí que la idea de que su nieto llegase a vestir capa algún día lo ayudaba a mantenerse vivo; comprendí que, allá en su juventud pueblerina y menesterosa, había soñado en vano con llegar a vestirla él mismo, y que esa ilusión nunca realizada la proyectaba en la vejez sobre mí, que era el blasón de su orgullo. Amar consiste en desear para otro el bien que nosotros no hemos alcanzado; y mi abuelo me amaba de un modo desvelado, acérrimo, tanto «que no se puede contar, ni medir, ni pesar», como de continuo proclamaba. Sospecho que nunca estuve a la altura de aquel amor innumerable.
Acabé la carrera y fui con mi abuelo a la sastrería a tomarme medidas para la capa. Él había sido comerciante de paños y distinguía al tacto la urdimbre de las telas; por supuesto, eligió para aquella ocasión la lana más apretada y selecta, la más cara también. Cuando por fin me vio con la capa puesta me abrochó él mismo el botón de plata de la esclavina, me palmeó los hombros con brío y retrocedió un par de pasos: «¡Vaya planta que tiene mi mozo!», exclamó. En su mirada, entorpecida de cataratas, brillaban lágrimas de felicidad; y su sonrisa, de la que ya habían desertado los dientes, era sin embargo la sonrisa recién estrenada de quien ha aguardado noventa años para ver su sueño cumplido, la sonrisa jovial de quien ya puede marcharse a gusto, porque ha realizado su misión en la Tierra.
Me puse aquella capa en algunas fechas señaladas, mientras mi abuelo vivió, venciendo la vergüenza de concitar tantas miradas patidifusas a mi paso, venciendo la vergüenza de parecer un espantajo emanado de algún sainete de don Ramón de la Cruz. Cuando mi abuelo murió, decidí que no volvería a pasar por aquella prueba; pero con la llegada de cada invierno, cuando veo la capa colgada de una percha en el armario, fragante de naftalina, dormida como un murciélago lustroso, algo se remueve dentro de mi conciencia, como si entre los pliegues de abundosa lana se agazapase el alma mohína de mi abuelo, su ilusión traicionada. Creo que este año reuniré el valor necesario para volvérmela a poner; allá desde donde mi abuelo me contemple, volveré a ser el blasón de su orgullo, el depositario de su amor innumerable.””Mi comentario:Juan Manuel, soy bastante mayor que tú, ya me puse el dígito 6 como delantero en mi edad, nunca tuve capa, incluso, a pesar de mis años, nunca vi muchas, en directo, si a través del cine. Pero te recomiendo que te dejes de dimes y diretes, creo que tu estás por encima del maléfico y censor chismorreo y ponte esa capa de gran trama y urdimbre que mencionas y que tan orgulloso hizo sentirse a tu adorado abuelo por el sentimiento que muestras de los paseos con el en tu ciudad levítica de Zamora, aunque te sientas orgulloso, ¿por qué no? De ser baracaldés. La capa es elegante, da señorío y, además, en el mundo de la pluma o la tecla sabes que ha sido muy usada, más o menos ajadas y deslustradas por el uso continuado. Me encantaría la reinauguraras y poderte ver en una foto. Abrazos.Por si te interesa saberlo te escribe Adolfo Sánchez de Madrid que manipula en un modesto blog <<ofloda.blogia.com>> Un cordial saludo.
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